8 El que poco antes pensaba dominar con su altivez de superhombre
las olas del mar, y se imaginaba pesar en una balanza las cimas de
las
montañas, caído por tierra, era luego transportado en una litera, mostrando a
todos de forma manifiesta el poder de Dios,
9 hasta el punto que de los ojos del impío pululaban gusanos, caían a
pedazos sus carnes, aun estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su
infecto hedor apestaba todo el ejército.
10 Al que poco antes creía tocar los astros del cielo, nadie podía
ahora llevarlo por la insoportable repugnancia del hedor.
11 Así comenzó entonces, herido, a abatir su excesivo orgullo y a
llegar al verdadero conocimiento bajo el azote divino, en tensión a
cada
instante por los dolores.
12 Como ni él mismo podía soportar su propio hedor, decía: «Justo es
estar sumiso a Dios y que un mortal no pretenda igualarse a la divinidad.»
13 Pero aquel malvado rogaba al Soberano de quien ya no alcanzaría
misericordia, prometiendo
14 que declararía libre la ciudad santa, a la que se había dirigido antes
a toda prisa para arrasarla y transformarla en fosa común,
15 que equipararía con los atenienses a todos aquellos judíos que
había considerado dignos, no de una sepultura, sino de ser arrojados con sus
niños como pasto a las fieras;
16 que adornaría con los más bellos presentes el Templo Santo que
antes había saqueado; que devolvería multiplicados todos los
objetos
sagrados; que suministraría a sus propias expensas los fondos que se
gastaban en los sacrificios;
17 y, además, que se haría judío y recorrería todos los lugares
habitados para proclamar el poder de Dios.
18 Como sus dolores de ninguna forma se calmaban, pues había caído
sobre él el justo juicio de Dios, desesperado de su estado, escribió
a los
judíos la carta copiada a continuación, en forma de súplica, con el siguiente
contenido:
19 «A los honrados judíos, ciudadanos suyos, con los mejores deseos
de dicha, salud y prosperidad, saluda el rey y estratega Antíoco.